Sant Jordi revisitado desde el cuerpo

El dragón como pulso vital, la princesa como esencia y la lucha interior

(Primero, el relato):

La danza de la esencia, la coraza y el pulso vital

El caballero Jordi vivía resguardado tras el brillante metal de su coraza bioenergética, pulida por la razón y el deber autoimpuesto. Cada día, su misión era patrullar los límites del mundo conocido, manteniendo a raya lo impredecible, lo que vibraba más allá de su control. Pero cada noche, el dragón visitaba sus sueños. No era una bestia de fauces amenazantes, sino un torbellino de calor que amenazaba con derretir sus defensas, un rugido que era pura pulsación vital indómita, un movimiento sinuoso que prometía un gozo tan profundo que lo llenaba de un terror primordial. Jordi despertaba temblando, no de frío, sino de miedo a sentir esa energía vital que su mente calculadora no podía nombrar ni contener. Era la pasión, la emoción desbordante, el impulso primario de la vida misma llamando más allá de sus murallas internas.

Un día, mientras vigilaba sus propios fantasmas internos, la encontró. La princesa, su esencia olvidada, no estaba cautiva; caminaba descalza sobre la hierba, entera, serena, con una luz tranquila en la mirada. En ella no había miedo, solo una profunda presencia y conciencia corporal. Vio la armadura de Jordi, pero sus ojos traspasaron el metal y vieron el temblor interior. Vio su miedo al dragón, ese pánico a la intensidad de sentir que él ocultaba tras la rigidez de su coraza.

Ella no esperó rescate. Con una sonrisa suave, la personificación del amor sereno, se acercó y extendió su mano hacia él. Jordi dudó. Su mano enguantada era parte de su defensa, rígida, entrenada para luchar contra lo desconocido. Pero la mano de ella era cálida, real, una invitación silenciosa a confiar, a sentir en el cuerpo algo diferente al miedo.

Con el corazón latiendo desbocado bajo el uniforme, Jordi tomó su mano. Ella no lo guio hacia la seguridad del castillo, sino hacia la cueva donde latía la presencia incandescente del dragón. El aire vibraba, denso de energía. Allí estaba: no escamas ni garras, sino pura energía vital en movimiento, un torbellino de rojos y dorados, el pulso cósmico de la sexualidad (entendida como energía de vida), la emoción cruda, el gozo primordial que desbordaba cualquier definición mental.

El primer reflejo de Jordi fue el de la coraza: desenvainar, luchar, controlar esa inmensidad que amenazaba con disolver su orden interno. Pero la mano de la princesa seguía en la suya, firme y suave. Su mirada le susurraba al alma: «Siente. No luches. Solo siente».

Respirando hondo, quizás por primera vez sin el filtro de su armadura mental, Jordi permitió que el miedo conviviera con la curiosidad que la presencia de ella despertaba. Dejó que el calor del dragón acariciara sus defensas, que la vibración entrara por las grietas de su control. Y entonces, la magia de la conciencia corporal obró el milagro.

La princesa, aún sosteniendo su mano, se acercó al vórtice de energía y empezó a moverse, no huyendo, sino danzando con la pulsación. Invitó a Jordi a unirse. Y el dragón, esa fuerza vital primaria, respondió no con agresión, sino con ritmo, expandiéndose y contrayéndose en una danza poderosa. Los tres empezaron a moverse juntos. La esencia guiaba con gracia y amor, el pulso vital ofrecía una energía infinita, y la estructura del caballero, al soltar la coraza, el miedo y la rigidez, se volvió flexible, presente, capaz de sostener y participar en la danza sin necesidad de controlarla.

Ya no había lucha, solo el flujo integrado de la vida en sus tres expresiones: la conciencia encarnada, la esencia amorosa y la energía vital apasionada, danzando juntas bajo un cielo que ya no parecía amenazante, sino lleno de estrellas cómplices. Era la imagen misma de la coherencia humana.

(A continuación, el análisis):

Un análisis bioenergético de la leyenda

Cada 23 de abril, las calles se llenan de rosas y libros para celebrar Sant Jordi. La leyenda del valiente caballero que salva a la princesa matando a un temible dragón es parte fundamental de nuestro imaginario colectivo, popularizada en Europa desde el siglo XIII a través de textos como la Leyenda áurea. La interpretación más extendida es clara: la lucha del bien contra el mal, de la luz contra la oscuridad, del orden cristiano contra el caos de la superstición.

Pero, ¿y si el mito nos estuviera contando algo más profundo sobre nuestra propia naturaleza humana? ¿Si esa lucha externa fuera, en realidad, un reflejo de nuestras batallas internas? Desde la perspectiva de la bioenergética integrativa, podemos explorar la leyenda de Sant Jordi no como una simple historia de héroes y monstruos, sino como un poderoso mapa de nuestra propia psique y de nuestra relación con nuestra energía vital más fundamental.

El dragón: ¿Monstruo maligno o fuerza vital incomprendida?

En la tradición occidental dominante, el dragón es el símbolo por excelencia de lo terrible que debe ser vencido: el caos, la tentación, la brujería, incluso el diablo. Es la «bestia» que amenaza a la sociedad y exige sacrificios. Como señalan los estudios sobre mitos, el dragón debe ser malvado para que el héroe pueda definirse como bueno al derrotarlo; es una necesidad estructural de la narrativa heroica dual, la del bien que lucha contra el mal.

Esta visión se vio reforzada durante el Renacimiento. Con el auge del humanismo y la razón, todo aquello considerado «instintivo», «pasional» o «bestial» –tanto en la naturaleza externa como dentro del ser humano– pasó a ser visto como algo caótico que debía ser dominado y controlado por el intelecto. El dragón se convirtió así en el símbolo perfecto de esa naturaleza indómita y esas pasiones internas que la razón civilizada debía conquistar.

Aquí es donde nuestra perspectiva bioenergética ofrece un giro crucial. Tal como lo entendemos desde los trabajos de Wilhelm Reich y la sabiduría del tantra no dual, así como desde nuestra propia experiencia e investigación, la energía vital fundamental (el «orgón», la «pulsación») incluye impulsos poderosos relacionados no solo con la supervivencia, sino también con el placer, el gozo, la sensualidad y la sexualidad. Estos son impulsos primarios, naturales, biológicos, coherentes con nuestra naturaleza más profunda. Son la expresión misma de la vida pulsando en nosotros.

Desde este enfoque, el dragón de la leyenda no representa un «instinto» animal básico y peligroso, sino que puede simbolizar esa energía vital primaria, poderosa y pulsátil, especialmente en sus aspectos más intensos y expansivos relacionados con el gozo y la sexualidad. ¿Por qué, entonces, se le representa como un monstruo? Porque precisamente esa energía vital, libre y expansiva, es percibida como peligrosa por las estructuras de control internas y externas: por nuestra «coraza» defensiva y por el «personaje» social que hemos construido para adaptarnos.

Las capas del ser y el conflicto interno

Para entender esto, recordemos nuestro modelo de las capas del ser:

Impulsos primarios: El núcleo. Nuestra naturaleza biológica, la energía vital pulsando libremente, la conexión, el amor, el placer, el gozo, la sensualidad, la espontaneidad. Son intrínsecamente «buenos» o, mejor dicho, naturales y orientados a la vida.

Capa secundaria (coraza/sombra bioenergética): Formada por las defensas ante el dolor, el miedo, la frustración de los impulsos primarios. Aquí residen la tensión crónica, las emociones reprimidas (rabia, miedo, tristeza contenida), la rigidez, el control, la desconfianza. Es una capa de «no-vida», de contracción rígida.

Capa terciaria (personaje/máscara): La fachada social, lo que mostramos al mundo, el rol que jugamos. Es superficial y a menudo desconectada de las capas más profundas.

Desde esta óptica, la leyenda de Sant Jordi escenifica el conflicto entre estas capas:

El dragón: Encarna una polaridad fundamental del núcleo primario: la fuerza vital pulsátil, expansiva y apasionada. Manifiesta los impulsos primarios más intensos: la energía sexual como fuerza de vida, el placer profundo, el gozo corporal, la ira autoafirmativa que afirma presencia en el mundo. Su naturaleza no es intrínsecamente destructiva. Sin embargo, cuando esta poderosa energía es negada o reprimida por la rigidez de la coraza, acumula una tensión que puede irrumpir con fuerza arrolladora para destruir las defensas que la aprisionan, en un intento por abrir paso a la vida. Es esta energía contenida y distorsionada la que es percibida como «peligrosa» por las capas del control, que temen su vitalidad indómita.

La princesa: Simboliza la otra faceta esencial de ese mismo núcleo primario: la esencia misma. Representa el amor tierno, la conexión sensible, la inocencia receptiva, la vulnerabilidad abierta. Aunque es igualmente primaria y vital, su naturaleza suave y receptiva a menudo parece menos amenazante para el «orden» defensivo de la coraza que la energía vibrante del dragón, descrita antes. En la visión tradicional, es valiosa pero necesita ser «rescatada», reflejando cómo la sensibilidad profunda puede ser percibida como debilidad o necesitada de protección por nuestras propias estructuras de control.

Sant Jordi (el caballero): Encarna a menudo la acción desde las capas secundaria y terciaria. Actúa desde el deber, el control, la razón desconectada del sentir profundo, o desde la defensa de la coraza. Su misión, en la versión tradicional, es reprimir o eliminar («matar») al dragón (los impulsos primarios «peligrosos») para salvar a la princesa (la esencia «aceptable») y restaurar el orden (el control de las capas superficiales).

La «lucha» no es tanto contra un mal externo, sino la representación del esfuerzo de nuestra coraza y nuestro personaje por controlar, reprimir y dominar nuestra propia vitalidad primaria, aquella que nos hace sentir plenamente vivos pero que también nos vuelve más impredecibles y menos «domesticables».

Más allá de «matar al dragón»: Hacia la integración

Si entendemos al dragón como nuestra propia fuerza vital primaria, ¿qué sentido tiene «matarlo»? Desde la bioenergética, sabemos que reprimir nuestros impulsos naturales y nuestra energía vital conduce a la fragmentación, la enfermedad, la pérdida de alegría y la formación de la coraza. «Matar al dragón» simbólicamente significa desconectarnos de nuestra fuente de poder, placer y creatividad más profunda.

Por eso, una lectura bioenergética del mito nos invita a ir más allá del dualismo de la lucha y la eliminación, hacia un paradigma de integración no dual. El objetivo no es matar al dragón, sino:

Reconocerlo: Darnos cuenta de que esa energía vital intensa (sexualidad, placer, emoción, ira vital, gozo) es parte intrínseca de nuestra naturaleza.

Sentirlo: Permitirnos sentir esa energía en el cuerpo, sin miedo ni juicio, aprendiendo a sostenerla.

Flexibilizar la coraza: Encontrar formas de disolver las tensiones crónicas (el caballero defensivo) que bloquean el flujo de esa energía.

Integrarlo: Encontrar maneras de que esa fuerza primaria (dragón) pueda expresarse de forma coherente y saludable, al servicio de nuestra esencia (princesa) y de nuestra conexión con la vida.

No se trata de eliminar la fuerza del dragón, sino de quitarle la carga destructiva que adquiere cuando es reprimida. Se trata de transformar al caballero controlador en un guardián consciente que sabe dialogar con la fuerza del dragón y proteger la sensibilidad de la princesa, permitiendo que ambos (energía vital y esencia sensible) coexistan y se expresen.

La rosa: Símbolo de la integración

En la leyenda, de la sangre del dragón vencido nace una rosa roja, símbolo universal del amor y la belleza. En nuestra lectura, esta rosa puede simbolizar el fruto de la integración: cuando la conciencia (caballero) deja de luchar contra la energía vital primaria (dragón) y la integra al servicio de la esencia (princesa), lo que florece es la capacidad de ser y de amar, la belleza de un ser humano completo, la vitalidad creativa.

Conclusión: Un mito para nuestro tiempo

La leyenda de Sant Jordi, como todos los grandes mitos, nos habla en múltiples niveles. Al explorarla desde la bioenergética, no pretendemos negar sus otros significados históricos o culturales, sino añadir una capa de comprensión sobre nuestra propia dinámica interna.

Nos invita a preguntarnos: ¿Cómo nos relacionamos con nuestro propio «dragón» interior, con nuestra energía vital más pulsátil, con nuestro deseo de placer y gozo? ¿Actuamos desde el «caballero» controlador y acorazado que busca reprimirlo por miedo? ¿O estamos aprendiendo a reconocer esa fuerza, a sentirla y a integrarla para vivir de una forma más plena, conectada y coherentemente humana?

Este Sant Jordi, mientras celebramos con libros y rosas, podemos recordar que la verdadera aventura quizás no sea matar dragones externos, sino aprender a danzar con nuestra propia energía vital, rescatando la conexión con nuestra esencia más profunda y permitiendo que florezca la rosa de una vida sentida en toda su intensidad.

La Floresta, 23 de abril de 2025

Vicen Montserrat

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