Hemos aprendido a disimular,
a esconder quiénes somos,
a interpretar un papel que llevamos ensayando
desde que nacimos.
Lo hacemos tan bien
que hemos engañado a todo el mundo,
incluso a nosotros mismos.
Guardamos nuestro ser auténtico
en el rincón más oscuro del desván,
temiendo que su luz cruda y salvaje
derribe lo que construimos:
una vida tejida de mentiras,
de máscaras bien ajustadas.
Porque, ¿qué le espera al que se atreve
a romper el ritmo del baile de disfraces,
sino el vacío y el frío de la exclusión,
el peso del desprecio del escenario?
Somos máscaras habitadas,
personajes atrapados en personalidades,
marionetas de un guión heredado.
La palabra «persona» ya lo dice:
máscara que oculta,
máscara que silencia.
Hemos cambiado nuestra esencia por roles,
nuestra libertad libre y salvaje por una caricatura.
De humanos libres nos hemos convertido
en humanos domesticados,
seguimos patrones que no son nuestros,
a veces con la ilusión de ser los que los elegimos,
mientras obedecemos programas invisibles,
que responden a intereses ajenos.
En conocernos hay un portal.
Comprender de dónde venimos,
desenredar los hilos que nos atan,
los programas que moldean nuestras mentes,
así como nuestras emociones y nuestros cuerpos,
liberarnos del control remoto y
disolver la neblina que cubre nuestro brillo.
Hemos olvidado lo que somos:
seres vivos, salvajes y libres.
No se trata una lucha por el poder,
aunque sí podemos nombrarlo como una revolución
de lo auténtico,
de lo que late en lo profundo,
del deseo indomable,
del ser desplegado sin miedo.
Debemos recordar nuestra intensidad,
esa chispa que la civilización apagó,
y atrevernos a vivir sin máscaras,
sin guiones,
sin muros que detengan el deseo.
Es una revolución del ser,
sin mapas, sin fórmulas,
una vida que fluye, apasionada y libre.
Confiemos en nuestros deseos y pasiones,
en la fuerza de lo auténtico.
Despleguemos lo que somos,
dejemos que lo salvaje florezca.
La vida auténtica está disponible,
no para el que se adapta y obedece,
sino al que recuerda su raíz
y rompe las cadenas
para que lo vivo y lo humano,
puedan renacer y florecer.